CDMX. – Alguna vez escuché que hay gente que se orina en los pantalones cuando siente mucho miedo. Siempre me pareció una exageración… hasta que sentí como el terror apretaba todos mis huesos y aflojaba mis músculos. Y me pasó.
Caminaba por un túnel oscuro y maloliente que conecta a los juzgados de Santa Martha Acatitla con la prisión femenil y no podía creer lo que me estaba pasando: ¿qué hacía yo ahí, a los 68 años, en ese pasadizo oscuro donde había charcos de orina de mujeres aterradas, si apenas hace unos días estaba conviviendo con mis hijos?
De pronto, yo Alejandra Cuevas, me había convertido en una presidiaria. Y mi último momento en libertad se había quedado atrapado en un vehículo que conducía mi hijo Gonzalo, de 37 años, el más chico de los tres, por Paseo de la Reforma, muy cerca de la casa donde tantos años fui feliz.
Para contarte mi historia quisiera comenzar por mi infancia, mi adolescencia o mi juventud, los días en que fui muy feliz. En cambio, empezaré por ese día, el peor de mi vida, cuando todo se fue al carajo: el 16 de octubre de 2020 salía de mi casa y un vehículo sin placas ni rótulos de autoridad le cerró el paso a mi hijo y le gritaba que apagara el motor.
Pensé que era un asalto. Un robo cualquiera. Un susto que duraría unos instantes. En lugar de eso, los hombres que interceptaron nuestro camino dijeron que tenían una orden de aprehensión en mi contra, aunque nunca me mostraron aquel documento. Y yo, que ni siquiera tengo multas de tránsito, de pronto me vi encerrada en una patrulla que partió de Lomas de Chapultepec hacia un rumbo desconocido que después sabría sería Iztapalapa, al oriente de la Ciudad de México.
Mi hijo Gonzalo siguió la patrulla en la que iba detenida desde las 11:40 de la mañana hasta los juzgados de la prisión femenil de Santa Martha Acatitla, donde supe lo que estaba pasando: Alejandro Gertz Manero, el fiscal general de la República, usaba su cargo para vengar lo que él cree es el homicidio de su hermano Federico.
Desde 2015, Alejandro Gertz Manero ha intentado culpar a mi madre de la muerte de su hermano mayor, un hombre mayor y con salud deteriorada por sus más de 90 años. Ninguna de sus denuncias avanzó porque no había sustento para sus acusaciones… hasta que en 2018 el presidente Andrés Manuel López Obrador lo nombró titular de la Fiscalía General de la República y le otorgó un poder inconmensurable.
Desde entonces usó su influencia para castigar a mi madre Laura Morán, de 95 años, donde más le dolía: yo, su hija. Y me acusó de orquestar la muerte de su hermano para quedarme con una riqueza que nunca me faltó y exigió a mi familia la entrega de piezas artísticas por un valor superior a los 20 millones de pesos y un cheque por 3.5 millones de pesos para perdonar los cargos en mi contra.
Yo vivía con un amparo bajo el brazo que me impedía ser detenida por las acusaciones sin fundamento de Alejandro Gertz Manero. Y pensé que aquello era suficiente para vivir tranquila, hasta que ese día me detuvieron hombres vestidos de civil y me anunciaron que tenían instrucciones para hacerme sentir terror hasta en los huesos.
Me detuvieron un viernes para aplicarme un “sabadazo” y dejarme en prisión todo el fin de semana hasta el próximo lunes, cuando sabría mi suerte. Las custodias me aventaron a un piso de cemento, donde dormí con la espalda pegada al piso. Con el frío apretando mis músculos creí que todo era temporal: no había forma de que el fiscal general del país fuera alguien tan despiadado y rencoroso.
Horas después descubrí que sí lo es: me enviaron a una celda compartida con más de 10 mujeres. Y alguna de ellas sintió compasión por mí, porque a la mitad de la noche sentí que alguien me cubrió con una manta tan delgada como una hoja, que agradecí como un gesto de cariño entre mujeres y desconocidas.
Lloré toda la noche como un bebé, ¿es eso posible a los 68 años? Cuando amaneció yo estaba exhausta con apenas unas pocas horas en la cárcel. Otra mano extraña me acercó un té con el que quise calentarme, pero rápidamente la ilusión del cariño se desvaneció: una custodia me gritó que debía alistarme para mi celda definitiva y, de nuevo, sentí como si el miedo penetrara mis huesos me provocara hacerme del baño ahí mismo.
Debes saber que crecí en ambientes muy distintos a Santa Martha Acatitla. Siempre me supe privilegiada y traté de vivir mi vida tan empática como me fuera posible con personas que no tuvieron la fortuna que yo. Creía saber de desigualdades, pobreza y dolores a mi alrededor, pero todo cambia cuando se experimenta la cárcel en carne propia. La prisión es un dolor muy distinto incluso a la peor dolencia que puede experimentar un ser humano.
Me creía valiente, pero me derrumbé. Me sentí fuerte y las piernas apenas me sostenían. El paradero desconocido dentro de ese monstruo que es Santa Martha Acatitla me desbarató, ¿a dónde iba y quién me iba a recibir?
Llegué al edificio “C” y me ordenaron caminar hasta el tercer piso. Entré a la celda 305 y entonces noté que todas las mujeres que ahí vivían estaban dormidas, señal de que ya era de noche. Habían pasado más de 24 horas desde mi internación y no supe si el tiempo pasaba lento o rápido. Sin hacer ruido encontré un pequeño espacio en el piso y me acosté para intentar dormir. La realidad me golpeó: el piso era mi nuevo hogar.
La celda tenía cinco camas. Paredes frías, un piso helado y un trato gélido. Ni un asomo de calidez. Intenté dormir, pero no pude hacerlo. Tampoco supe si temblaba de frío o de miedo. Toda la noche me pregunté ¿por qué a mí? ¿Por qué Alejandro Gertz Manero estaba tan empeñado en destruirme, si yo no le hice nada a él o a su hermano?
A las 7 de la mañana fue mi primer pase de lista. También mi bienvenida no oficial por parte de las demás internas: como la nueva de la estancia me tocaba hacer la limpieza de la celda, que con la luz de día supe que tenía una repisa, una letrina hedionda sin drenaje, decenas de botellas de plástico para acarrear agua y “jalarle al baño” y cubetas de pintura que se usan para bañarse a jicarazos con agua tan helada que se siente como agujas en la piel.
Conforme pasaron las horas conocí a mis nuevas vecinas: la mujer acusada de robarse 200 pesos, la mujer que se prostituyó por años para alimentar a su hijo, la mujer que fue sentenciada a tres años de prisión por robarse unas latas de duraznos en almíbar, la mujer que vendía droga para sostener un vicio que le presentó su papá.
Aprendí cosas que jamás creí que conocería, como que el “rancho” es la comida de la prisión que hay que comer bajo riesgo, porque la mayoría de las veces son alimentos descompuestos; o que para sobrevivir mentalmente a la cárcel hay que inventarse una rutina, por más absurda que sea, como hacer ejercicio con pesas improvisadas hechas con botellas de plástico rellenas de piedras o cascajo.
Todo lo que yo creía cambió. Ahora un “buen día” es dormir en un colchón por más delgado que sea y no en el piso. Una “buena comida” es morder un pedazo de la barra de chocolate que me regalan mis hijos en los días de visita y que guardo celosamente como su testimonio de amor. Una “buena noche” es no despertar varias veces en la madrugada temblando de frío o por pesadillas.
Aprendí a vestir de color beige todos los días, el uniforme de quienes que no estamos sentenciadas, pero tampoco podemos regresar con nuestras familias. Es el color del limbo jurídico: ni culpables ni inocentes, pero presas, mientras alguien define si merecemos quedarnos en prisión por largos años.
Tampoco extraño los collares de colores con los que me gustaba combinar la ropa ni los largos aretes que colgaban de mis orejas. No añoro los aceites esenciales de lavanda ni los esmaltes de uñas. En prisión una aprende a sentir nostalgia por cosas más simples: unas pasas con chocolate, un agua de frutas fresca, un beso, un abrazo. Pero especialmente el contacto físico.
Todos los días hay algo que me recuerda que no debería estar aquí. Que si hubiera justicia en este país yo estaría en casa leyendo en mi sillón favorito, en la terraza, rodeada de árboles y de silencio. ¿He dicho que extraño mucho el silencio? La cárcel es un lugar ruidoso que apenas me deja leer los libros que me traen mis hijos. El silencio, la quietud, la paz es otra cosa que le arrebatan a las personas que estamos en la cárcel.
A pesar de todo he encontrado un poco de sentido a este casi año privada de mi libertad. Por ejemplo, le he pedido a mis hijos que me traigan fotocopias de fragmentos de libros para regalarlas a otras internas con quienes empecé un club de lectura, que les sirve mucho, pero me sirve más a mí.
Le he contagiado a mis compañeras de celda el amor por hacer rompecabezas y también el beneficio de aprender a meditar, respirar, estirarse. Mis 68 años han servido de mucho: para muchas mujeres soy lo más cercano a una figura materna que se preocupa por ellas y eso me ha servido para no ser golpeada o humillada.
Estoy por cumplir 365 días como presa política del fiscal general de México Alejandro Gertz Manero y cuento mi historia porque, al igual que tú, yo también creí que esto jamás me pasaría. Pero si algo he aprendido aquí es que nadie, por más alejado que se sienta de esta realidad, es ajeno a dormir en una prisión por la venganza de algún hombre con un poder temporal que él cree que es permanente.
Yo soy la presa de Alejandro Gertz Manero y no me cansaré de decirlo. Lo diré aquí en prisión, a través de mis hijos, a través de quien quiera escribir mi historia y a través de las mujeres a las que he prometido ayudar a salir de Santa Martha Acatitla una vez que me sea otorgada la libertad que merezco.
Porque esta estancia temporal no me define. Sí soy para siempre libre e inocente, aunque el poder político de un señor quiera hacerme creer lo contrario.
Yo soy Alejandra Cuevas y esta es mi historia contenida en una promesa: saldré de la celda 305 y muy pronto el miedo cambiará de bando.
Este testimonio fue elaborado a partir del diario de Alejandra Cuevas en Santa Martha Acatitla y el testimonio de sus hijos Gonzalo, Alonso y Ana.
Con información de Emeequis